Todo comienza en el avión, con la aparición del padre Teide por encima del sudario de alisios. El siguiente paso es, ya en el parking de la terminal, el reencuentro con el ceño fruncido de Yure, la chófer habitual que tan gentilmente nos transporta desde el aeropuerto hasta las postrimerías del Parque Rural Teno. Cabreada como suele, a menudo con justa causa en los múltiples cambios de planes que gusta de introducir el patrón a ultimísima hora, nos ponemos al día de nuestros respectivos mundos. Sorteando con solvencia el denso tráfico de turistas, Yure vomita frecuentes sapos guanches y culebras macaronésicas cuando pregunto por la ordenación territorial de su isla.
Aun superados los abundantes desfiladeros y vadeados todos los barrancos, hasta que no escucho el acento chicharrero en un mosquitero canario, abrazo a Sandra Ramos (que, entre otras muchas responsabilidades en el encuentro, es la hostelera en el ártico de las islas afortunadas) y, a la postre, detecto un ciempiés del género Ommatoiulus ascender por una de las paredes de piedra del albergue de Bolico, no estoy del todo convencido de haber vuelto a Tenerife.
Habiendo depositado el ligero equipaje en mi litera inferior —el sonambulismo infantil, por mi juventud, todavía me juega malas pasadas—, me quedo un rato solo y epatado frente la cristalera anexa a la mesa donde los ponentes desayunamos. No pasa mucho tiempo hasta que cruza a ras de dosel una paloma turqué. Es entonces cuando sé que, otra vez, voy a ser abducido por el fenómeno Letras Verdes.
El siguiente paso —mucho menos evocador en una primera impresión— suele ser ir a comer. Y, como yo siempre llego el último a las jornadas, en el restaurante elegido por el patrón (que en lo gastronómico improvisa poco) el resto de invitados ya luce servilleta a modo de babero. Sentaditos a una mesa siempre de madera, sobre la que se sirve carne fiesta, papas con mojo, queso asado, escaldón de gofio, pitracos de cabra y polvito uruguayo —este último, un manjar envenenado que, dicen, conquistó a Alexander von Humbold—, te puedes encontrar con escritoras, ilustradores, pajareros, gestores del medio rural, libreros, poetisas y periodistas de renombre nacional, de la altura de Antonio Sandoval, Ander Izaguirre, Carlos de Hita, Arturo Valledor, Victoria Mendoza, Antonio Aguilera, Francesc Kirchner, Acerina Cruz, Nicolás Ruiz, Fran Torrents, Maite Durán, César J. Palacios y un largo etcétera de talentosos personajes.
Y yo, saludando a unos y otros, al tiempo que transporto un crónico síndrome del impostor sensiblemente agudizado en la antesala del trópico, me pido una Dorada para aflojar ansiedades y, otra vez, confirmo que asistir a esta cita es uno de mis pocos privilegios vitales.
Al terminar, henchidos de guachinche con aspiraciones a estrella Michelín, caminamos hacia la placita de El Palmar donde se encuentra el espacio rectangular donde se celebra el simposio. Y allí, a porta gayola, suele estar Don Juan José Ramos Melo embutido en una chaqueta técnica de himalayista. Tan carismático como exótico, el patrón reparte saludos a la mayoría agitando una única manita, contacta físicamente solo con unos pocos privilegiados, llevando su corta extremidad luego al corazón, y regala por doquier sonrisas, medio embaucadoras medio misteriosas, semiocultas por una barba de la que hubiera estado orgulloso el mismísimo Barrabás.
Arropado por su cohorte de eficientes y fieles esbirros (Pedro, Evelyn, Germán, Leticia, Gabriel, Antonio…), el Coronel Ramos supervisa desde la iluminación de la sala, pasando por el conteo de las botellas de vino de Tacoronte solicitadas por los comensales venidos arriba, hasta la última brizna de paja que se ha desprendido de alguna de las balas en las que se sientan moderadores y conferenciantes en sus intervenciones. Allí todo el mundo sabe que el patrón es justo, pero exigente. El patrón nos quiere a su manera, pero todo tiene que salir perfecto porque, de no ser así, se le abrirá una úlcera estomacal del grosor de un aguacate y no habrá stock suficiente de omeprazol en el planeta para atemperar sus ardores infernales.
Cuando termina el besamanos, arranca el programa previsto para la tarde. Lo normal, por experiencia propia en otros eventos de similares características, es que se sucedieran coloquios sesudos y soporíferos que invitasen a una siesta pública de propios y extraños. Pero aquí, en este extraño contexto isleño y rural, no suele ser así: en Letras Verdes el personal invitado viene como si hubiera sido seleccionado para entretener a cientos de miles de espectadores en el descanso de la Superbowl. Como aquí no se entiende de otra forma, los selectos tertulianos acuden al encuentro de literatura de naturaleza y mundo rural con mayor proyección planetaria —el único que yo conozco— a darlo todo.
Quizá porque la oratoria está muy lejos de ser magistral y la interacción con el público es mucho más orgánica de lo habitual, se consigue crear un ambiente en el que te sientes partícipe de las conversaciones y protagonista de las muchas dudas y pocas certezas que transmiten los especialistas. En cualquier caso, la clave, como siempre, es la preparación del momento y la pasión del instante. Si sabes de lo que hablas y tienes muchas ganas de contarlo, la magia tiene muchas más opciones de acabar espolvoreada en el aire.
La tarde se precipita y, cuando estoy absorbido por uno de los diálogos vespertinos entre fieras corrupias dentro de sus respectivos campos, es factible que, cuando menos lo espere, vea por el rabillo del ojo cómo el patrón —siempre en un segundo plano para no restar protagonismo a nadie— me hace un gesto minimalista de ceja indicando que debo acercarme a él. De suceder así, yo saltaré como un conejo y me aproximaré, sumiso, para recibir una confidencia del Napoleón de Los Silos. Probablemente no serán más que anodinas instrucciones respecto a mi turno como moderador, aunque —para mi deleite— es más que plausible que estén aderezadas con alguna valoración personal sobre algo que haya sucedido, lejos de su agrado, y que concluyan lapidariamente con frases similares a: “le pego un puñete que lo mando mudar”, “ese tolete no sabe quién soy yo” o “fuerte cabesaso se va a llevar”.
La cena suele ser una delicia a nivel gastronómico y también lo es en el estrato social. Las restricciones personales se distienden y, entre pata de pulpo y lomo de ventresca de bonito, tienes la oportunidad de intimar dialécticamente con personas a las que admiras. El Coronel, por su parte, una vez trinchados los chuletones de rubia gallega —en casa aborigen, cuchillo de palo—, se reúne en un extremo del tablero con su clan. El staff al completo absorbe las últimas indicaciones del Padrino. Guayota nunca descansa.
Llegamos al albergue, las leyendas se quitan la armadura y se cepillan los dientes luciendo pijamas de irregular elegancia. En la fría noche del albergue de Bolico, no tardan en reclamar los búhos chicos y, menos aún, se hacen esperar los ronquidos de los ponentes.
En el desayuno es habitual que se improvisen los coloquios más interesantes de todos los que se desarrollan en los días del Encuentro; acabadas las infusiones y asimiladas las notas mentales de cada consejo profesional, algunos bajamos caminando a la placita de El Palmar, correteando entre trinos de canarios, embriagados por los viñátigos y refrescados por brisas dulces gestadas en ingenios azucareros.
La última jornada transcurre volando y concluye, además de con palabras muy escogidas, con una epidemia de nudos de garganta. Cuando todo termina, vamos a cenar y los vínculos literarios, estrechados un poco más tras los diálogos improvisados que se han construido a lo largo de las muchas horas que hemos pasado juntos, resisten tozudos el apremio de una inminente despedida.
En el epílogo de la experiencia, tumbado en mi litera baja, doliéndome del enésimo cabesaso contra los travesaños del somier de la de arriba y escuchando los primeros estertores de los artistas invitados, conjuro una próxima edición de Letras Verdes. Espero volver a ser invitado como escritor de historias de naturaleza: me sienta bien en todos los sentidos. Aunque, siendo honesto, he de decir que si Juan José Ramos monta un circo, yo me haré trapecista para poder participar en su enésima chifladura. No sé si comprendéis lo que quiero decir, pero me da igual, porque sé que él sí lo entiende.
Al día siguiente, es Pedro el conductor seleccionado para acercarme al aeropuerto. Lo conocí hace muchos años en una noche en Lavapiés que se nos fue de las manos. Aquella madrugada me habló sobre remar en un kayak en los ríos de la llanura amazónica y de auroras boreales en Islandia. Acabamos casi de amanecida en el Candela: un despacho de carne para nóctulos urbanitas en cuyos reservados, además de —si tenías suerte— practicar petting, se podía escuchar a gitanos tocar y cantar flamenco de calidad.
Pedro es un tipo humilde, viajado —no como yo, que siempre lo he hecho como turista—, leído y, por lo que dicen l@s que saben apreciarlo, bien parecido. El maldito es inteligente y listo, que no es lo mismo, y a mí eso, personalmente, me molesta. Todos los que le conocemos sabemos —el que mejor lo sabe es el patrón— que es un fuera de serie. Nadie, por lo tanto, como él para objetivar, a toro pasado, las valoraciones pretenciosas y complacientes sobre lo sucedido en Letras Verdes.
- ¿Qué te ha parecido esta edición? —le pregunto para romper un silencio que ya tiene textura de desenlace.
Se piensa la respuesta unos segundos, escrutando un horizonte marítimo en cuyo confín solo yo sé que está Paraguay.
- Ha estado de puta madre — me contesta.
Una hora después, me recuesto en el asiento de Ryanair con ese cómodo ángulo de 80 grados con respecto a la horizontal que es enseña de la compañía. Cierro los ojos y rememoro jirones de las últimas 48 horas; me despido de Sandra Ramos y de Magec; dibujo un zarapito fino en la contraportada de la última publicación de BichoMalo Libros; Ander Izaguirre compra un libro Pajarero y me pide que se lo dedique; Virginia me sumerge en el dolor asociado a los pueblos inundados por los pantanos; Acerina siembra poesías en roca volcánica; mi padre alaba estratosféricamente las ilustraciones de María Álvarez en la presentación de ¡Por todos los escribanos hortelanos!; Javier Martín-Carvajal anilla un pollo de guincho en una vía literaria; Sara empeña sus empastes para seguir comprando en la librería disponible para los asistentes; Elkano come chocolate trufado de pimientos de Ezpeleta; hablo con Francesc Kirchner de nuestros primeros viajes a Marruecos; la luz del Estrecho brilla en los ojos de Nicolás Ruiz; vibra la piel de perro en un tambor de las tradicionales libreas de Teno…
Un ciempiés asciende por las paredes del albergue de Bolico.
Una paloma turqué vuela al ras sobre el dosel de laurisilva.
Juanjo me estrecha la mano e inmediatamente se la lleva al corazón.
Regreso a Madrid, pero no lo hago solo: muchas letras verdes han querido acompañarme. Ya se las devolveré al valle de El Palmar el año que viene.
Carlos Lozano para Letras Verdes
Deja tu comentario